«Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto.»
Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta.»
Jesús le respondió: «Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras.
Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras.
Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre. Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré.»
Palabra del Señor
Comentario
«Yo conozco a las ovejas, y ellas me conocen a mí», decía Jesús en el Evangelio del domingo pasado, que venimos –como siempre te propongo– desmenuzando, desgranando lentamente para profundizarlo. Nunca se termina. No te olvides de esa gran verdad de la escucha de la Palabra de Dios: nunca se termina de profundizar lo necesario. En realidad, la maravilla es que siempre podemos más y, al mismo tiempo, ese poder más nos invita a seguir, porque imagínate si comprendiéramos todo, imagínate si agotáramos toda la riqueza de la Palabra de Dios en una lectura, en una escucha. Bueno, no tendríamos más ganas de leer ni de escuchar. Es como ir a una fuente a buscar agua y acabarla de una vez. No. La fuente siempre sigue dejando salir el agua fresca que hace que podamos embebernos de la Palabra de Dios.
Por eso siempre los sábados te animo a recapitular un poco y que nos preguntemos, tomando esta imagen del Evangelio del domingo pasado –el buen Pastor–, si realmente estamos queriendo conocer a Jesús. Jesús dice que nos conoce, pero Jesús no nos conoce como nosotros conocemos; Jesús nos conoce amándonos y nos ama conociéndonos, con lo cual no hay distancia para él entre el conocer y el amar. Podríamos decir que nos conoce porque nos ama y que, al mismo tiempo, nos ama porque nos conoce. ¡Qué lindo es saber que Jesús piensa así de nosotros y que no nos rechaza por conocernos!; al contrario, nos ama más, y que, justamente porque nos ama, nos conoce más profundamente. ¡Qué distinto que actuamos nosotros a veces! A nosotros nos pasa lo contrario, por conocer a veces dejamos de amar a las personas, porque profundizamos y a veces no nos gusta las cosas de los demás. Sin embargo, Jesús no pone esa distancia, y él pretende que hagamos lo mismo. Y por eso, para conocer verdaderamente a las personas, tenemos que amarlas. Por eso, para seguir conociendo a Jesús, tenemos que amarlo, tenemos que desear estar con él, más allá de lo que nos pase, de lo que esté pasando a nuestro alrededor. Conocer a Jesús, pero para conocerlo hay que amarlo. Pidámosle también que nos dé esa gracia, de amar a los que queremos conocer y no poner «peros» antes de avanzar en el amor hacia los demás.
Algo del Evangelio de hoy es una buena oportunidad para animarse a pedir y pedir. Dice así: «Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré». Pidamos creer, pidamos enamorarnos de Jesús con todas las letras. Pidamos confiar y tener fe, creer en él, creerle a él. Es posible vivir distinto, es posible creer que conocer a Jesús es conocer a Dios Padre. No necesitamos que nos muestren nada más. No necesitamos, como Felipe, que nos muestren más que a Jesús: «¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras». Nuestro Padre del Cielo, aquel que todos anhelamos en nuestro interior, aquel que todos anhelan, aunque no se den cuenta, es el que se manifestó a Jesús, en todo lo que hizo y dijo. Por eso escuchar a Jesús es escuchar a nuestro Papá del Cielo y no deberíamos esperar nada más. La fe sencilla y simple es la que no necesita ni espera nada más que las palabras del Hijo, de Jesús, porque tiene una certeza profunda que nadie podrá quitarle.
Es entendible, como le pasó a Felipe y a los discípulos, que a veces esperemos más de lo que vemos, que necesitemos más manifestaciones visibles, por decirlo de algún modo. Sin embargo, en la medida que creemos y crecemos en la fe, en realidad, nos vamos «conformando», por decirlo de alguna manera, con menos, que en el fondo, es más. El que pretende más de lo que Jesús da, es el eterno insatisfecho, el niño caprichoso que no se conforma con lo que tiene y, por lo tanto, al pedir más se pierde de lo que tiene, de lo que tiene frente a sus narices y su corazón.
En cambio, el que sabe que Jesús es todo, que su palabra lo es todo, que la Eucaristía es todo, que el perdón es todo, tiene todo porque no pretende lo que no puede alcanzar y acepta lo que Jesús quiere darle y aunque pueda, por momentos, aspirar a más –cosa lógica y que ayuda–, se alegra con el ritmo de Dios, con su pedagogía y su paciencia.
Que María nos ayude a enamorarnos más, cada día más, de lo que vale realmente la pena, de Jesús y de su obra, de sus palabras, de su corazón y, por medio de él, del Padre. «¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de otra manera», decía un sacerdote. Eso es lo que desea María, hoy y siempre. Por eso, por María a Jesús, por Jesús al Padre. El gozo de María es que, gracias a ella, descubramos más y más el amor de su Hijo. El gozo de Jesús es que, gracias a su amor, descubramos el del Padre. Pidamos eso en su Nombre que él nos lo concederá.