«¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo.»
Jesús respondió: « Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo.»
Ellos le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan.»
Jesús les respondió: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.»
Palabra del Señor
Comentario
Si retomamos Algo del Evangelio del domingo, es entendible que Jesús les haya dicho a los discípulos: «Mírenme. Tóquenme, soy yo». Esa necesidad tan humana, de algún modo, de experimentar en carne propia lo que vemos con nuestros ojos. A veces los ojos no alcanzan, a veces la mirada no alcanza, porque nuestra mirada a veces no es profunda. Vemos, pero no terminamos de mirar, de contemplar. Por eso, Jesús les dijo a los discípulos: «Mírenme, aquí estoy. Tóquenme, soy yo. Estas son mis llagas». Vamos a continuar con este tema en estos días.
Ayer decíamos que es bueno empezar siempre por el principio, por preguntarnos lo básico, por preguntarnos lo esencial y por ser sinceros. Y de estas preguntas nadie puede prescindir, nadie debería, nadie puede hacer como que no son para él. Por ejemplo, ¿buscamos a Jesús? ¿Somos capaces de andar kilómetros, de trabajar, de esforzarnos para estar con él, aunque sea para pedirle algo material?, decíamos. Y si lo buscamos, ¿por qué lo buscamos? ¿Qué es lo que buscamos cuando lo buscamos, valga la redundancia? La sinceridad allana los caminos. La sinceridad con nosotros mismos y con Jesús nos ayuda a creer mejor y creer bien, porque «la obra de Dios es que ustedes crean» –decía el Evangelio–, que nosotros creamos. En esto dejamos ayer.
Es necesario trabajar por el alimento que no perece, que no se corrompe, que no pasa, que permanece. A eso invitaba Jesús a los que lo seguían, a que no solo se quedaran con lo exterior, con lo superficial, con lo que sacia (el hambre por un rato, nada más), sino que se den cuenta que también hay que trabajar por lo más profundo, por lo que alimenta el alma, el corazón, por lo que nada ni nadie nos puede quitar.
Pensemos en la cantidad de tiempo y esfuerzo que a veces dedicamos a muchas cosas en nuestra vida, y no me refiero a cosas malas, por supuesto, sino a cosas buenas, que están bien y nos hacen bien y que, además, hacen bien a las demás. Pensemos en la cantidad de horas que dedicamos a cosas que no son malas, pero que, en exceso, a la larga terminan haciéndonos mal o aislándonos de los demás. Recordemos –por qué no– el tiempo que invertimos en hacer el mal, en buscar únicamente nuestro propio interés, aunque no sea con mal intención. Y así podríamos seguir. Cada uno puede pensar en lo suyo y volver a escuchar las palabras de Jesús de ayer: «Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna». Escuché una frase, de hace poco, muy interesante que decía: «Muéstrame tu agenda y te diré en qué Dios crees». Como diciendo: al final, en nuestra agenda, en lo que hacemos cada día, se demuestra nuestro interés, qué estamos buscando.
¿En qué estamos dedicando entonces nuestro tiempo? ¿En qué andás trabajando? ¿En qué nos estamos esforzando y poniendo todo, apostando como si fuera a veces lo único de nuestra vida? Todos tenemos hambre de algo, todos andamos buscando saciar la sed de amor que hay en nuestro interior, la sed de ser amados y de amar. Porque, en definitiva, el fondo de la cuestión es esa: hambre y sed de amor, de aquello para lo cual fuimos creados, para amar y ser amados. Pero como la balanza quedó desequilibrada desde que entró el pecado en el mundo y el egoísmo en nuestros corazones, todos andamos mendigando amor a veces y pretendiendo todo de los demás, pero, al mismo tiempo, no dando siempre amor que los otros necesitan, no amando como los demás se merecen.
Ante esta situación, el mejor camino no es ir en busca de cosas que sacian por un tiempo, por cosas que tienen fecha de vencimiento. Lo mejor es ir a la fuente del amor, a la fuente de donde brota todo lo que necesitamos y que, además, nos dará el equilibrio y la fuerza para no andar trabajando de más en lo que es pasajero y trabajar con todo el corazón en lo que realmente vale la pena. La mayoría de nuestros problemas, sufrimientos, tristezas, dolores, desencuentros, enojos, iras, broncas, etc., tienen que ver con que no sabemos saciar nuestra hambre y nuestra sed de amor en el lugar que corresponde, en Jesús. ¿Pero dónde está?, preguntarás. Y bueno, hay que trabajar para buscarlo.
Por eso, no hay mejor manera de empezar este día que dejándonos que Jesús nos diga a todos, otra vez, desde Algo del Evangelio de hoy: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed». O decirle nosotros desde lo más profundo: «Jesús, quiero que seas el pan que me quite el hambre, el agua que me quite la sed. Esa hambre y esa sed que muchas veces no me dejan en paz». «Señor, danos siempre de ese pan».
Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.