«No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice.
El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos.»
Palabra del Señor
Comentario
Si supiéramos lo que nos perdemos cuando nuestra relación con Dios se basa en un «comercio», creo que nos espantaríamos. Todo comercio se basa en una transacción, en la que se entrega algo para recibir otra cosa a cambio y solo se da si se recibe algo como remuneración; esto es básico, no hace falta explicarlo demasiado. Si Jesús echó a los vendedores del templo, no fue solo por algo contra ellos, sino también contra los que compraban animales para darle algo a Dios –y podríamos agregar algo más–, contra los que permitían que se dé ese comercio. Esa es la cuestión.
A Dios no tenemos que darle cosas, sino que tenemos que darnos nosotros mismos. Esa es la enseñanza profunda. A nuestro Padre no le interesa tanto «lo que le damos», sino por qué lo damos, con cuánto corazón lo damos. Podemos darle todos nuestros bienes, podemos darle todo nuestro tiempo, pero si no le damos el corazón gratuitamente, sin esperar algo a cambio, de la misma manera que él lo hace con nosotros, en el fondo no le estaremos dando nada. Por eso Jesús se indigna con el «comercio» religioso de nuestro templo-corazón.
¿Que nos enseñaron desde niños? ¿Qué nos siguen enseñando hoy? Creo que Jesús arma el «látigo» para echar a los vendedores de nuestro corazón, muchas más veces de las que imaginamos. No debemos juzgarnos entre nosotros, pero debemos reconocer que muchas veces nos paramos frente a Dios como unos simples comerciantes, y no nos damos cuenta que él quiere que seamos hijos. Incluso en la Iglesia, a veces, planteamos la fe como un «tome y traiga», «dé y se le dará», como una transacción y es ahí cuando la empobrecemos, cuando la vaciamos de su verdadero contenido, de lo más profundo, de la gratuidad del amor que no se compra ni se vende y que Jesús nos enseñó de esta manera en el Evangelio del domingo.
Hay dones, absolutamente gratuitos de Dios, que a veces no terminamos de reconocer y valorar. ¿Sabés cuáles son? Los mandamientos. ¿Cómo? ¿Los mandamientos? Sí, para la Palabra de Dios, los mandatos de él siempre fueron un don, un regalo, una guía. Todo lo que nos han enseñado que no colabora a pensar así, es un error y es un desvío. Los mandamientos son un don de Dios para nuestra vida, son faros de luz en nuestros corazones, para indicarnos qué es lo mejor, para vos, para mí, para tus hijos. Así es como hay que enseñarlos. Si en algún momento de nuestra vida de fe nos invadió la ilusión de que Jesús vino a la tierra para liberarnos de la necesidad de vivir los mandamientos, Algo del Evangelio de hoy nos rompe un poco los esquemas: «No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. No piensen eso –no piensen así, diríamos nosotros–. No piensen tampoco que es tan fácil. No sean extremistas, no se vayan a los extremos. Al contrario, no vine a desecharlos, sino a enseñarles a vivir la Ley».
En realidad, Jesús como el Hijo del Padre vino a liberarnos de la esclavitud del cumplimiento de la ley pero sin corazón, del cumplimiento vacío de amor, del cumplimiento que busca calmar una culpa, la conciencia, del cumplimiento que no mira el corazón de Dios sino el propio corazón; de una relación con Dios finalmente comercial. Si ya desde el mismo Evangelio aparecen estas palabras de Jesús, quiere decir que siempre existe ese peligro de que ante la novedad queramos a veces desechar lo anterior como ya superado. Es la gran tentación: caer en los extremos. Cumplir sin corazón o dejar de cumplir pensando que ya soy libre plenamente. No, mejor cumplirlos con amor; las dos cosas, vivirlos con amor. Los mandamientos, la Ley de Dios del Antiguo Testamento, no es para desecharla, sino para superarla, para vivirla como Jesús nos enseña. Por eso, san Pablo, sintetizando esta idea, nos dirá: «Amar es cumplir la ley entera».
Si no agregamos la sal del amor a nuestras obras, lo que hacemos finalmente no es nada, no somos cristianos; somos cumplidores de una ley.
Si dejamos de cumplir los mandamientos, incluso vanagloriándonos con la excusa del amor, en realidad no estamos amando, no estamos viviendo la ley de Dios. La sal da sabor y desaparece entre la comida, no se ve. El amor al Padre debe ser la sal escondida de nuestras obras, de nuestro modo de ser, de nuestro ser Hijos de Dios, que le da sentido al vivir los mandamientos. Ese es el verdadero desafío de nuestra vida de fe. Liberarnos de vivir una relación con Dios que se basa en el miedo, en el cumplir por cumplir, en el cumplir porque me lo dijeron, en el cumplir porque me conviene, en el cumplir porque así seré más bueno, en el cumplir para quedarme tranquilo. Y al mismo tiempo corregirnos si pensamos que «liberarse» de los mandamientos, es no escuchar los mandamientos o es desechar los mandamientos, como si fueran normas que «ya no van», que «ya no sirven», que hay que adecuar y cambiar. Los dos extremos siempre hacen mal, son un engaño y se tocan entre ellos.
Pidámosle hoy a Jesús, el Hijo, que nos enseña a vivir como hijos libres, a que el amor sincero sea el que nos impulse a no tirar los mandamientos por el balcón, creyendo que ya pasaron de moda, pero que al mismo tiempo nos ayude a vivir como él lo vivió, sabiendo que el amor debe regir nuestra vida, amando de verdad, salando nuestras obras con ese condimento que nos da la verdadera libertad. Pidámosle hoy al Señor que nos dé de beber, que nos dé de su agua, esa agua que nos calma la sed del corazón.