«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan.”
Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí.”
El rico contestó: “Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento.”
Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen.”
“No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán.”
Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán.”»
Palabra del Señor
Comentario
Escuchar, escuchar al Hijo: ese era el gran consejo que nos daba el Evangelio del domingo después o durante la transfiguración. «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo». El escuchar nos mantiene la memoria limpia y abierta, atenta. Por eso, no dejemos de escuchar. Escuchemos el consejo que nos da la misma Palabra de Dios: que no queda otra que escuchar, escuchar al Hijo; porque si dejamos de escuchar, la memoria se va perdiendo y nos vamos olvidando.
Hay Evangelios, podríamos decir, que son tan expresivos, dicen tanto de solo escucharlos. Palabras en las que Jesús fue tan directo que pareciera que no necesitan tanta explicación. Sin embargo, siempre es bueno volver a escucharlos, como estoy diciendo. ¡Volvé a escuchar! Siempre es bueno volver a decir algo para despertarnos del letargo en el que vivimos tantas veces consciente o inconscientemente. Todos somos propensos a olvidar, especialmente las cosas que no nos interesan tanto. Todos tendemos a ir acomodándonos en nuestras cosas y eso hace que, incluso, olvidemos lo importante, lo que en realidad no podemos ni debemos olvidar. Esto que nos pasa con las cosas de la vida, nos puede pasar también con nuestra fe, con lo esencial del Evangelio, y que, si lo olvidamos, provoca que –como ya dije varias veces– se vaya «atrofiando», perdiendo la forma del corazón, y nos hace caer lentamente en una fe –como se dice– «armada a la carta», a nuestro gusto y placer.
¿Cómo hacer entonces para esquivar o minimizar las palabras de Jesús en Algo del Evangelio de hoy? Imposible. Si recibimos bienes en la tierra, ya sea por regalo o esfuerzo personal (o ambas al mismo tiempo) –pero que, finalmente, jamás podríamos decir que es mérito exclusivo de uno–, y no sabemos compartirlos o no quisimos compartirlos al ver a tantos que la pasan mal, terminaremos algún día pidiendo clemencia a aquellos mismos que no quisimos socorrer cuando nos necesitaron. Así de directo, duro y sencillo. Jesús no tuvo medias tintas en ciertos temas; y por más que este Evangelio, en estos tiempos de consumismo viralizado, nos dé en el fondo del corazón a todos, no podemos esquivarlo.
Ninguno de nosotros puede acabar con el hambre en el mundo –es verdad–, con la injusticia, con el dolor, con la desigualdad, con los sin techo, pero todos nosotros podemos ayudar de alguna manera a los que vamos cruzando por la vida, a los que de algún modo son presencia de Jesús para nosotros, con nuestro granito de arena, con nuestro granito de amor. Alguno dirá: «A mí nadie me regaló nada, no me sobra nada. ¿Por qué tengo que darle algo de lo mío a los que no se esforzaron por conseguirlo?». ¿Estamos seguros? ¿Nadie nos regaló nada? Pensémoslo bien. Desde que somos niños, ¿nadie nos regaló nada? ¿Estamos seguros que, en nuestra casa, en nuestro hogar, no nos sobra algo para dar? ¡Vayamos a mirar la cantidad de ropa que a veces tenemos sin usar! ¡Vayamos a mirar nuestra cocina o heladera la comida que tenemos! Miremos en nuestra billetera o en la cuenta del banco, si tenemos, y fijémonos si en realidad necesitamos todo lo que tenemos o bien creemos que lo necesitamos. Mientras nosotros los cristianos a veces almacenamos y custodiamos cosas sin saber bien para qué, miles y miles luchan día a día por lo de cada día, por subsistir, ni siquiera lo de mañana.
No está mal tener bienes, esto no va contra la riqueza; lo que está mal es no compartirlos, lo que está mal es ver a alguien tirado y pasar de largo, lo que está mal es gastar miles de miles en cosas superfluas y no ser capaces de mirar y sentir algo con el dolor de los demás, de tanta gente que no puede, que no le alcanza. Es verdad que no nos corresponde solucionarles el problema a todos, pero sí a los que podemos, a los que llegan de algún modo a nuestras manos y corazón.
A veces la cerrazón del corazón humano puede llegar a ser tan grande que, «aunque los muertos resuciten, tampoco nos convenceremos».
Es muy fuerte y dura esta expresión de Jesús, pero describe gráficamente el drama del corazón del hombre que muchas veces se puede cerrar al amor de Dios y al de los más necesitados. ¡Que Jesús nos libre de esta cerrazón, a vos y a mí! No hace falta que resucite alguien para descubrir lo que Dios desea de nosotros, lo que él quiere. Tenemos la Palabra de cada día y lo que nos hace falta muchas veces es escucharla, meditarla, rumiarla, llevarla a la vida y a la práctica.