Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: «Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación.
El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón.
El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás.»
Palabra del Señor
Comentario
Los frutos que pueden venir después de pasar por el desierto, difícilmente se perciben durante la estadía en el desierto. –cuando estamos en el desierto, todo es difícil, todo lo vemos feo, complicado–, sino que generalmente, como digo, se perciben después, cuando miramos para atrás. Seguro que te pasó. Después de haber vivido o pasado una prueba grande –esa que al principio te generó rechazo, incertidumbre, enojo, sufrimiento–, pudiste decir al final: «Eso me ayudó a crecer», «gracias a esto pude comprender esto otro», «este dolor nos ayudó a unirnos más como familia», «la muerte de mi ser más amado me ayudó a ver la vida de otra manera» y así tantas frases más que pueden sintetizar esto que estoy tratando de decir. Dije «los frutos que pueden venir» porque no siempre vienen.
Al pasar el desierto, una prueba, podemos tener básicamente dos grandes reacciones. Para simplificar: una es la de la de la aceptación, sabiendo que, si no depende de mí, debo tener paciencia, esperar y aprender a afrontarlo de la mejor manera que pueda, para algún día poder encontrarle un sentido a lo que me pasó. Digamos que hay que agacharse y esperar, que pase la tormenta. El otro camino es el de rebelarme, enojarme con esa realidad que no depende de mí y además me da bronca, me entristece, y hasta me hace que le sume un sufrimiento al dolor que de por sí me tocó transitar. No es cuestión de sufrir por sufrir, por supuesto. ¿De qué sirve entonces enojarme contra lo que no puedo cambiar, contra lo que no elegí? El camino del enojo ante lo que me duele es en el fondo irracional y solo hace que le sumemos más dolor al dolor o del dolor, en realidad, que venga el sufrimiento.
Se dice por ahí, los que saben, que una cosa, como decía, es el dolor y otra el sufrimiento. El sufrimiento va más allá del dolor, porque incluso puede persistir una vez que el dolor físico o emocional pasó. Para decirlo en sencillo, podríamos decir que el sufrimiento sobreviene o es más intenso cuando no podemos aceptar ese dolor que nos encontró por el camino, sin buscarlo incluso. Esto sería un tema muy largo y lindo, pero, en definitiva, lo que nos enseña la fe es que el dolor es parte inevitable de la vida y que debemos aprender de él para sufrir lo menos posible y sacar frutos buenos de lo que más nos molesta.
Algo del Evangelio de hoy nos clarifica un poco lo que nos pasa también a nosotros, lo que les pasó a aquellos que estuvieron con Jesús cara a cara y no supieron ver más allá o buscaron algo que no concordaba con lo que veían. Muchos pedían signos, o sea, pedían poder ver con sus ojos lo que pedían sus pensamientos, y no al revés, ver con el corazón lo que veían sus ojos. Pensá en la diferencia. Pedían signos y no interpretaban los que ya tenían en sus narices. ¿Te parece algo extraño lo que estoy diciendo? Los que piden signos y no se interiorizan en lo que ven son los que, de alguna manera, disocian la vida, separan y no unen. Son los que creen que lo espiritual va por un lado y lo material por otro; los que no pueden entender que, por medio de lo material y terrenal, experimentamos lo espiritual. Los que no pueden entender que incluso en el dolor, en la tentación, en la prueba, puede manifestarse Dios y que su Palabra nos llega por medio de cosas tangibles (sonidos, personas, situaciones), cosas concretas que experimentamos día a día por nuestros sentidos.
Hace unos días apareció un chico en mi parroquia totalmente triste, angustiado, desahuciado y cuando me senté a charlar con él, porque nunca lo había visto, le pregunté: «¿qué fue lo que te trajo acá?» ¿Sabés lo que me dijo? «Padre, fue el sonido de la campana. Escuché la campana. Yo estaba triste en mi cuarto y me animé a venir». Ves que Dios puede incluso llamarme con un sonido. Podríamos decir que «creemos en lo que no vemos, pero creemos porque algo vemos». La fe no es solo una cuestión espiritual ni solo una cuestión material, tangible. La fe incluye las dos cuestiones, las dos realidades.
Esta es la aparente paradoja de nuestra fe, algo que pocas veces nos ponemos a pensar y nos trae muchos dolores de cabeza cuando no lo profundizamos y esperamos lo que no hay que esperar, o pretendemos lo que no vale la pena pretender.
¿Andamos pidiéndole signos a Jesús para que nos demuestre que está? Será porque no estamos aprendiendo a interpretar lo que vivimos y lo que nos pasa. Será porque ya nos olvidamos que alguna vez se nos manifestó. ¿Creemos sin pensar seriamente en lo que nos pasa, sin interpretarlo? Puede ser entonces que nos esté dando miedo asumir que a Jesús lo conocemos siempre por medio de otros y con otros y a través de situaciones. Los dos extremos nos hacen mal: ni lo material sin lo espiritual, ni lo espiritual sin lo material. Vivimos de lo tangible, pero junto con lo espiritual, con lo que no vemos. Van las dos cosas de la mano. Van juntas y son inseparables, son como hermanos siameses. «El hombre no es ni ángel ni bestia –decía Pascal– y quien quiere hacerse el ángel termina siendo bestia». La fe es para sencillos de corazón, que no quiere decir ignorantes. Es para aquellos que se animan a ir más allá, sin esperar ver el más allá, sin esperar manifestaciones extraordinarias que ordinariamente no se dan.
No pidamos signos, ya los recibimos y tenemos que aprender a recibirlos y a percibirlos. El signo que pedían esos hombres fue finalmente la Muerte y Resurrección de Jesús. Ese es el signo de Jonás, que pasó tres días y tres noches en el vientre de un pez, como Jesús tres días en el vientre de la tierra y tres noches. Esa es la prueba de que Jesús es Dios y Hombre. Esa es la gran verdad que celebramos en cada misa, cada domingo, en cada Pascua y es por eso que en esta Cuaresma vamos caminando hacia esa certeza una vez más, hacia la celebración que confirma lo que nuestro corazón busca sin descansar: el amor de Dios manifestado en su Hijo Jesús.