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I Martes durante el año

Jesús entró a Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.

Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios».

Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.

Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: « ¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!» Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.

Palabra del Señor

Comentario

Debemos reconocer que a veces usamos muy mal la palabra «poder». O también podríamos decir que usamos mal el poder que todos tenemos. Está tan embarrada esta palabra que pareciera que tener poder no es tan bueno y todos los que lo tienen lo usan mal, y sin embargo, en el verdadero sentido de la palabra, todos tenemos «algo de poder» y no tenemos que tener miedo a decirlo.

Ser hombres creados a imagen y semejanza del creador es tener libertad, y tener libertad es tener un gran poder en nuestras manos. Vuelvo a decir, ¡qué mal usamos a veces la palabra poder!, incluso la usamos mal para hablar del mismísimo Dios, de Jesús, que se hizo hombre. Sin embargo, el evangelio del domingo decía: «Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo». Juan Bautista también tenía poder, como vos y yo. Todos tenemos poder, pero Jesús es más poderoso que nosotros; esa es la cuestión. Ahora, ¿qué es tener poder?, nos podemos preguntar. ¿Qué es el poder? ¿Qué significa tener poder? ¿Qué hizo Juan el Bautista con su poder? ¿Qué hizo Jesús con su gran poder? ¿No será que el poder tiene más que ver con el poder cambiar uno mismo, desde adentro? Intentaremos seguir reflexionando sobre este tema en estos días.

También podríamos decir hoy que ¡cómo cuesta cambiar ciertas cosas en nuestra vida! ¡Cómo cuesta cambiar cuando nos damos cuenta que es necesario cambiar, que es necesario hacer un esfuerzo para ser distintos, para amar más! Acordémonos que amar es cambiar sin dejar de ser lo que somos, pero no se ama sin hacer un esfuerzo y todo esfuerzo implica un cambio, de lugar, de pensamiento, de actitud, de sentir. Amar es también ir descubriendo quiénes somos; es ir conociéndonos más, conociendo nuestra vocación, nuestra misión, el sentido de nuestra vida.

Ayer escuchábamos que Jesús llamaba a unos pescadores, pero para transformarlos en pescadores de hombres, para ayudarlos a que se den cuenta que estaban hechos para cosas más grandes. Por eso, fueron descubriéndolo poco a poco, en la medida que se dejaron amar por Jesús, en la medida en que fueron aprendiendo de él, a medida que se fueron conociendo con sus limitaciones y capacidades.

Es bueno que cada uno vaya pensando y rezando, de la mano de Algo del Evangelio, qué cambios podemos hacer en nuestra vida. ¿Qué cambios están al alcance de nuestras manos?, que veces no son muy grandes. Te diría que, todo lo contrario, muchas veces los grandes cambios empiezan con cosas muy sencillas, pequeñas, silenciosas, pero que cuestan mucho porque a veces no las vemos. A veces es «desacelerar» un poco, otras veces será «bajar un cambio», como se dice, muchas veces orientar el rumbo desviado. Por ahí será volver a encontrar el rumbo perdido, otras será dejar de hacer ciertas cosas, de pensarlas o dejar de taparlas. ¿Quién sabe? Mil maneras, mil formas de cambiar para creer. ¿Cambiar por cambiar? No, cambiar y creer. Cambiar para encontrar el Reino de Dios que está entre nosotros y no lo vemos. Creer que Jesús vino a inaugurar una etapa nueva de la historia, de nuestra vida, como aparece claramente en la Palabra de hoy.

La primera acción concreta de Jesús es la de expulsar un demonio. Es verdad que dice que Jesús enseñaba, enseñaba de una forma distinta, con autoridad –o sea, haciendo lo que decía–, no como nos pasa a veces a nosotros que enseñamos lo que no hacemos. Pero detengámonos en la autoridad de Jesús para vencer al malo, al maligno. No hay que olvidarse de esto, no podemos pasar de largo en el evangelio esta realidad. Jesús vino a vencer al maligno, y lo hizo claramente. «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros?», le dicen. Sí, Jesús vino a acabar con el malo en este mundo y lo que nos hace mal. El demonio es un mentiroso, pero a Jesús no le puede mentir. El demonio habla en plural, pero Jesús le habla en singular: «Cállate y sal de este hombre». Jesús lo descubre, lo vence con la verdad; el demonio nos quiere vencer con la mentira. ¡Qué linda noticia: Jesús vino a «acabar» con el padre de la mentira.

No hay porqué temer, no tenemos que temer. No hay que negar su existencia y su insistencia en alejarnos de Jesús, pero no hay que darle más entidad de la que tiene. Jesús vino a acabar con su poder, vino a vencerlo para que nosotros aprendamos a vencerlo con la verdad.

Un cambio que está al alcance de nuestras manos, de nuestra decisión, es salir de la mentira dejando que Jesús la eche con su Palabra; no dejarnos engañar por el demonio que siempre prefiere mentirnos y mantenernos en el silencio, en la falta de verdad. La verdad espanta al demonio, la verdad lo aleja. No porque estemos poseídos, eso es muy raro, sino porque muchas veces no enfrentamos nuestra propia verdad, la verdad de lo que nos pasa. La tapamos, la ocultamos, la pateamos para adelante y por eso andamos así, como se dice, a los tumbos.

Pidámosle al Señor que hoy nos conceda la gracia de ser más sinceros con nosotros mismos y con él.