Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él.»
Tomando la palabra, algunos escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien.» Y ya no se atrevían a preguntarle nada.
Palabra del Señor
Comentario
«La Palabra de Dios es viva y eficaz». Nunca me cansaré de repetir lo que, en realidad, la Palabra no se cansa de repetir: «La Palabra de Dios es más cortante que espada de doble filo». Nunca me cansaré de repetirte que la Palabra de Dios puede hacer eso en nuestras vidas: «penetrar hasta la médula», hasta el corazón. Y por eso puede hacer doler, porque las cosas que nos dice no nos dice el mundo. Las cosas que nos enseña no siempre el mundo las quiere escuchar. Las cosas que nos quiere transmitir no siempre son las que los que más nos quieren nos transmiten. Por eso, una vez más, no te canses de escuchar. No nos cansemos de escuchar. Aunque estés desanimado, aunque estés triste, aunque estés deprimida, aunque no te quieras levantar de la cama, aunque estés eufórico y feliz y creas que no lo necesitás, siempre escuchá a Jesús; que, a través de la Palabra escrita, nos habla al hoy, al corazón tuyo y al mío, al de tantos que lo necesitan.
No te canses de enviar estos mensajes a aquellos que están tristes y abandonados por esta sociedad que descarta lo que cree que no necesita. No te canses de presionar con tu dedo y enviarle la Palabra de Dios a otra persona, que te va a sorprender, incluso a veces al que menos pienses, al que menos confianza le tengas, será el que más lo necesita. Paradójicamente pasa eso. Muchos que están dentro de la Iglesia nos acostumbramos a escuchar tanto, tanto, tanto a Dios que se nos hace tan rutinario y tan familiar que perdemos la reverencia, la distancia con lo sagrado que siempre se debe mantener.
En cambio, aquellos que no tienen cierta familiaridad con las cosas de Dios, uno le envía algo, uno le enseña algo y tiene como el deseo tan grande, tan abierto, que lo recibe con un corazón lleno, lleno de ganas de aprender y de escuchar a Dios. Este sábado te quiero recordar eso. Animate a evangelizar, animate a ser también transmisor de la Palabra.
De Algo del Evangelio de hoy vemos cómo en esta especie de conversación o intercambio de ideas entre los saduceos, que era un grupo de judíos dentro del pueblo judío, un grupo que tenía un pensamiento distinto al de los fariseos sobre las cuestiones de la Vida eterna –y de hecho lo dice claramente–, «negaban la resurrección», representan como un caso hipotético, un caso absurdo digamos, ¿no? Esa situación de que una mujer se casa con siete maridos distintos y, finalmente, se preguntan: «Bueno, ¿de quién va a ser esposa en el cielo?». Como diciendo, en el fondo, que no creían en eso, ¿no? Que no creían que en el cielo iba a haber otra vida o que había una resurrección, o sea que recuperaremos de algún modo nuestro cuerpo para vivir eternamente en una completa felicidad. Y por eso Jesús les enseña lo que ellos no pueden comprender porque tenían el corazón cerrado.
Pero les enseña algo que nosotros no debemos dejar de predicar y de anunciar, que somos hijos de la resurrección. En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro, o sea, aquellos que vivamos según las enseñanzas del Señor, aquellos que pongamos al servicio de los demás el amor, la fe y la esperanza, los talentos que Dios nos dio; esos en el cielo no se casarán. Porque en el cielo viviremos la plenitud del amor en una hermandad eterna, siendo hijos de un mismo Padre y hermanos de Jesús, donde no habrá enemistad, no habrá preferencias, no habrá miradas de reojo para ver quién es mejor o quién es peor, no habrá envidias, no habrá avaricia, no habrá búsqueda de nosotros mismos. Estaremos volcados completamente al amor entre nosotros y eso es lo que nos dará la plena felicidad. No necesitaremos familias, seremos una gran familia. Esta verdad de nuestra fe, que muchas veces es olvidada por nosotros, los que creemos, debe ser predicada una vez más a los gritos, a los cuatro vientos. «Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él».
Si volviéramos a escuchar esto con fe, si cayéramos en la cuenta de que estamos hechos para la vida y para la Vida eterna, que nuestros seres queridos, aunque hayan muerte –si han vivido en el amor–, están viviendo; están en un modo de vida distinto y resucitarán junto a nosotros algún día. Si viviéramos así, ¡cuánta paz tendríamos en el corazón! ¡Con cuánta tranquilidad enfrentaríamos el momento que nos toque partir a todos!, porque eso va a pasar y tenemos que aprender a aceptar esta realidad, pero con la certeza de la resurrección.
Señor, danos la gracia de aceptar con alegría esta verdad, que nos enseñas y que querés que transmitamos a los demás. «Somos hijos de la resurrección». Nuestra vida en esta tierra no se termina con la muerte, sino que es simplemente un paso para la Vida eterna.