“Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: “¿Qué es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto”.
El administrador pensó entonces: “¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza”.
¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!’.
Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: “¿Cuánto debes a mi señor?”. “Veinte barriles de aceite’, le respondió.
El administrador le dijo: ‘Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez”. Después preguntó a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?’.
‘Cuatrocientos quintales de trigo”, le respondió. El administrador le dijo: “Toma tu recibo y anota trescientos”.
Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz.”
Palabra del Señor
Comentario
Cuanto más alta es la responsabilidad, cuanto más importante es el cargo que nos toca ocupar en la sociedad o en la Iglesia, en nuestras familias, más necesaria y profunda es la actitud de servicio y humildad que deberíamos tener. Ese es el camino que nos proponía Jesús con sus palabras cuando nos decía: «Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será elevado». La grandeza del corazón no se mide por las etiquetas externas, por los títulos universitarios, por el puesto de un trabajo, por lo que los demás dicen de nosotros o por lo que nosotros disfrutamos que nos digan para «agrandarnos» o «ensalzarnos» a nosotros mismos. La grandeza del corazón se mide finalmente por la capacidad de amar y por el amor concreto, que se manifiesta cuando servimos a los demás y no cuando nos «servimos» de los demás para alimentar nuestro ego, que se inflama como un globo cuando es ensalzado.
El amor no necesita del aplauso ajeno o de los títulos. La obra de servicio y de amor más grande de la historia de la humanidad fue la encarnación del Hijo de Dios en el vientre de una humilde mujer y, finalmente, la entrega en la Cruz. La vida entera de Jesús, de punta a punta –por decirlo de algún modo–, fue una muestra de que el «más grande» se hizo servidor de todos, que para hacer cosas grandes no es necesario que nos vean. En ningún momento hubo aplausos, ni en su encarnación, ni al pie de la Cruz. Al contrario, hubo silencio e incluso mucho dolor. ¿A quién se le hubiera ocurrido aplaudir mientras Jesús entregaba su vida? Por eso, cuando se trata de servir, se busca el bien de los otros. No seamos insensatos, no busquemos ser «ensalzados», ser palmeados en la espalda, ser aplaudidos; porque no es necesario, no hace falta. Si lo hacemos, ya tenemos nuestra recompensa.
En Algo del Evangelio de hoy, Jesús cuenta esta parábola para alabar la astucia, la «habilidad» de este hombre; para pensar en lo que se vendría en su vida futura, o sea, alaba en el fondo la previsión que tiene para salir de su problema. Y nos dice Jesús que «los hijos del mundo son más astutos que los hijos de la luz», o sea, los que piensan solamente en este mundo y viven para él, en cómo subsistir mañana, finalmente en lo material. Son bastante más previsores a veces que nosotros, que estamos pensando supuestamente en el mundo futuro, en la patria del cielo, en la vida que vendrá.
Jesús quiere de algún modo que pongamos tanta fuerza, astucia y corazón para «ganarnos» un lugar también en la casa del cielo –porque en realidad es un regalo–, como a veces lo ponemos en las cosas de este mundo cuando buscamos tener un lugar en un trabajo o en lo que sea. Y para esto es bueno pensar en una idea de fondo de esta parábola: nosotros somos «administradores» de las cosas de Dios. No trajimos nada a este mundo por nosotros mismos y nada podremos llevarnos de él. Las cosas, los bienes –sí– pueden ser nuestros; pero en realidad no son absolutamente nuestros. Tenemos riquezas materiales y espirituales que debemos aprender a administrar para el bien de los demás, especialmente para ayudar también a los que no tuvieron esa suerte o, mejor dicho, esa gracia como nosotros; para los que son deudores de Dios porque no recibieron tanto. Todos nosotros, los que tenemos alguna riqueza material y espiritual, debemos abrir nuestro corazón a los que nos necesitan.
Si somos generosos con lo ajeno –porque en definitiva nada es nuestro, porque todo lo hemos recibido de Dios–, algún día tendremos lo propio en el cielo, lo que Dios nos dará para siempre. En cambio, si nos guardamos lo que no es nuestro, Dios nos lo quitará todo cuando partamos de este mundo y nada recibiremos de Dios, y mucho menos de lo que no supimos ayudar.
Cuando una pareja se casa –por ahí si estás casado, te acordarás–, en una de las bendiciones finales antes de la despedida, el sacerdote dice estas palabras: «Que en el mundo sean testigos del amor de Dios y que los pobres y afligidos sean objeto de la bondad de ustedes, para que ellos los reciban un día en las mansiones eternas de Dios». Esto es lo que se pide para los que se casan y es –creo yo– la idea de la parábola hecha oración. Ojalá Dios quiera que se haga carne, que se haga vida nosotros, en la tuya y en la mía.
Cuánto nos falta a veces a los católicos en general tomar conciencia y decidirnos de una vez por todas a ser generosos con la cantidad de bienes acumulados que podemos tener muchas veces –que son nuestros, pero no son tan nuestros– y que no nos llevaremos cuando partamos de este mundo. ¡Qué afán a veces de prevenir todo lo material, el futuro mío, el de mis hijos, esto, lo otro! Y la vida se nos va pasando por ahí.
Hoy seamos astutos con alguien que nos necesita, con algún pobre, para que cuando lleguemos al cielo, ellos nos hayan preparado un lugar. No busquemos recompensas aquí en la tierra, sino sepamos que podremos vivir todos juntos un día en la eterna felicidad.