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XXXI Martes durante el año

Al oír estas palabras, uno de los invitados le dijo: «¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!». Jesús le respondió: «Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente. A la hora de cenar, mandó a su sirviente que dijera a los invitados: «Vengan, todo está preparado». Pero todos, sin excepción, empezaron a excusarse. El primero le dijo: “Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes”. El segundo dijo: “He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes” Y un tercero respondió: “Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir”.

A su regreso, el sirviente contó todo esto al dueño de casa, este, irritado, le dijo: “Recorre en seguida las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los paralíticos”. Volvió el sirviente y dijo: “Señor, tus órdenes se han cumplido y aún sobra lugar”. El señor le respondió: “Ve a los caminos y a lo largo de los cercos, e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa. Porque les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena”».

Palabra del Señor

Comentario

El camino de la fe, el camino que emprendemos día a día para poder caminar –valga la redundancia–, junto al Señor, dejar que él sea el que nos acompañe, es siempre arduo. No debemos negarlo. Por momentos se vuelve gozoso, nos llenamos de entusiasmo. Pero, como escuché por ahí una vez, el entusiasmo es amigo del corazón, pero a veces se hace enemigo de la razón, o sea, nos nubla la capacidad de discernir, nos nubla la capacidad de distinguir. Y por eso cuando el entusiasmo se acaba, podemos caer en la incomprensión, en no saber qué estamos haciendo, o caer en la cerrazón.

Cuántas personas entusiasmadas con la fe, entusiasmadas con un movimiento, con una especie de Mesías humano –que nos gusta buscar–, con un sacerdote, con un predicador, con lo que sea, termina siendo incluso un motivo para que se nos vuelva en contra, para que se nos complique –como se dice–, y encerrarnos en nosotros mismos y no abrirnos a la novedad que siempre nos regala el evangelio y la Iglesia. Es la misma tentación en la que cayeron los escribas y los fariseos que ocupaban la cátedra de Moisés y se creían siempre, de un modo o de otro, como poseedores, como dueños de un regalo que, en definitiva, siempre viene del cielo.

La fe es ese regalo que debemos recibir y, al mismo tiempo, custodiar, cuidar con el corazón para no hacerla a nuestra manera, para no hacer un Dios a nuestra medida, para no conformarnos con lo que nosotros vemos, sino siempre estar abiertos a la novedad del Espíritu Santo, que se manifiesta no solo en lo de siempre, sino en lo de cada día y en la novedad que se nos presenta.

Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy, que escuchamos de boca de Jesús esta parábola llamada de los invitados «descorteses» –o podríamos decir nosotros de los invitados «ingratos»–. Toda una imagen de lo que pasó durante toda la historia de la salvación, tanto antes de Jesús como durante su vida especialmente, y por supuesto que sigue pasando actualmente en tantas circunstancias, incluso a nosotros día a día en la Iglesia.

Y como siempre estas palabras no son para que nosotros pateemos el problema hacia afuera –como diciendo eso es problema de otros–, como para ver qué malos que fueron los fariseos de esa época, quedándonos mirando la situación de lejos como si esto no tuviera nada que ver con nosotros, con nuestra propia vida. No es sano pensar esto como si fuera del pasado, como si fuera culpa de los judíos de esa época: la ingratitud hacia un Dios tan bondadoso, hacia un Jesús tan misericordioso.

Por eso, hoy preguntémonos todos: ¿No seré yo uno de esos invitados por el Señor que muchas veces –de una manera u otra– pongo excusas para no asistir al banquete que Dios Padre tiene preparado para mí todos los días? ¿No seré yo uno de esos que por comprar o tener cosas que hacer ocupa más el tiempo en ver y en regocijarse con lo comprado, mientras el amor de Dios y de los demás me reclama a gritos? Por lo menos yo me considero uno de esos, seguro; muchas veces me pasó y me sigue pasando. ¿No seré ese que compra unos bueyes y se muere por probarlos para ver si andan bien, si caminan bien, mientras muchos alrededor mío no están bien y no me doy cuenta? ¿No seré yo uno de esos que por un amor humano –lindo y legítimo– me olvidé del amor más grande que no excluye los otros amores; sino al contrario, los incluye y los hace crecer?

En el relato –fijate bien– todos ponen excusas bajo una cierta apariencia de bien –siempre hay algo mejor que hacer–, pero en el fondo se pierden del banquete. Son todas excusas muy lindas, muy valederas, pero son obstáculos que nosotros mismos ponemos con tal de no disfrutar de cada llamado de Dios –que es un Padre–, que nos invita siempre a algo mejor, a algo más grande: al banquete final cuando nos toque entregar la vida. Pero mientras tanto en esta vida, hoy nos invita a miles de pequeños banquetes preparados para estar con él para siempre y disfrutar.

Siempre hay una mesa preparada para disfrutar junto a aquel que nos ama, porque cada detalle de la vida se puede transformar en un oportunidad para amar y, donde hay amor, ahí está Dios, ahí está Jesús.

¿Por qué será que nos cuesta tanto ver a Dios como un Padre que nos invita a algo lindo y grande? ¿Dónde escuchamos o quién nos enseñó eso de que Dios de algún modo molesta la vida del hombre, que quita la libertad y la felicidad? ¡Qué ideas tan raras tenemos a veces o qué ideas tan extrañas nos han metido en el corazón y nos quiere meter esta cultura anti-Dios en el corazón! Hoy Dios Padre nos invita a todos al banquete de su amor, a amar para poder festejar; porque –digámoslo así– el que ama vive en una fiesta continua, vive la alegría de estar en comunión con Dios y con los demás. Esa es la invitación. Y cuando se piensa demasiado en lo personal, en lo de uno, difícilmente haya espacio para disfrutar y darse a los demás.

No seamos desagradecidos, ingratos y aprovechemos este día para aceptar esas invitaciones de Dios Padre. Él no se cansa de invitarnos; los que ponemos excusas somos nosotros. Él quiere la casa llena de sus hijos, pero nos quiere juntos, no dispersos. No hay que dar tantas vueltas.

Estemos atentos porque seguramente Dios, que es nuestro Padre, nos va a invitar hoy a amar a otro. Te va a invitar a que ames a alguien: a alguien alejado, a alguien que te necesita. Te va a poner de algún modo en el camino a otra persona para que estés atento y no des tantas vueltas y no pienses tanto en vos mismo.