«¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué podré compararlo? Se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerta; creció, se convirtió en un arbusto y los pájaros del cielo se cobijaron en sus ramas.»
Dijo también: «¿Con qué podré comparar el Reino de Dios? Se parece a un poco de levadura que una mujer mezcló con gran cantidad de harina, hasta que fermentó toda la masa.»
Palabra del Señor
Comentario
No es fácil darle todo a Dios, todo el corazón, el alma y el espíritu, aunque estemos hechos para eso, incluso cuando lo experimentamos y nos damos cuenta de que es el camino correcto. No dejamos de ser débiles. Somos débiles, estamos rodeados de debilidad. Somos pecadores también, aunque muchos no crean en eso. El mundo también está sumergido en pecados estructurales que corrompen todo lo que tocan. Sé que la palabra «pecado» no está muy de moda actualmente, porque su abuso hizo que se pierda el uso –como se dice–, pero el abuso no quita el uso o, por lo menos, no debería.
Es una realidad, si le diéramos todo a Dios, si pudiéramos amarlo con todo nuestro ser, si lo reconociéramos como nuestro todo, nos amaríamos bien entre nosotros, jamás nos haríamos el mal. Y eso haría un mundo distinto, por supuesto, como Dios lo soñó y lo sueña. No se ama bien a los hombres si no se ama a Dios, que es el todo. Es un gran error creer que existe el verdadero amor humano sin que esté fundamentado en el amor a Dios. El amor procede de Dios. Dios es amor. Dios nos hizo a su «imagen y semejanza». Nos creó con la capacidad de amar, pero, claramente, no somos «iguales» a él. No somos dioses como a veces pretendemos serlo o como pretendía el demonio tentando a nuestros primeros padres. «Serán iguales a Dios», les dijo. ¿Te acordás? Esa es la gran tentación: ser como dioses. Pero la verdad es que somos humanos. Hechos para cosas grandes, pero débiles, muy débiles con un amor muy pobre; que, si no se arraiga en Dios Padre, en la fuente del amor, posiblemente se canse y se desgaste. ¿Querés amar mejor a tu prójimo? ¿Querés amarte mejor a vos mismo? Es necesario que nos propongamos también y deseemos amar más a nuestro Padre, a Jesús, al Espíritu Santo, a nuestra Madre. Ese es el verdadero camino.
Algo del Evangelio de hoy nos enseña que el «todo» no necesariamente tiene que ser grande o mucho, por decirlo así, en cantidad –como decíamos ayer–. El todo, el Reino de Dios, puede empezar y estar en una semilla, en una semilla muy pequeña incluso. En una semilla está todo lo necesario para que crezca una planta y, por más chiquita que sea, se puede convertir en algo inmenso. Por eso, para entregarle todo a Dios, no esperemos hacer cosas grandes o vistosas, grandes para este mundo que le gusta bastante el «show» y la visibilidad. Podemos dar todo y que nadie se entere. En realidad, lo lindo de esto es pensar que podemos dar todo en cada decisión y que eso no es como una cuenta matemática que se va acumulando para llegar a un número determinado. ¡Menos mal que Dios no cuenta como nosotros! Si ayer no dimos todo, hoy podemos hacerlo. Si en la decisión anterior no lo hicimos, en la siguiente podemos intentarlo otra vez. Lo importante es querer dar todo, es saber que el Reino de Dios es una relación de amor que se va construyendo día a día, que va creciendo en la medida que damos todo lo que podemos, aunque a veces parezca poco.
El Reino de los Cielos me animo a decir que es como el «Reino de la “Y”», de la letra que incluye y hace crecer. El Reino de los Cielos es el reinado de Dios en los corazones, en el tuyo y en el mío y en el de tantos millones de personas. El Reino de los Cielos existe desde que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros. Dios y hombre, humano y divino, muerto y resucitado: el que amó, ama y quiere ser amado; el que une pero, al mismo tiempo, respeta la diversidad. Es el «Reino de la “Y”», ese modo de vivir que Jesús adoptó y nos propone; el Reino que se transformó en un gran arbusto que abarca todos los tiempos y la historia y hoy nos cobija. Nos da cobijo para que aprendamos a cobijar.
Tu familia, tus amistades sanas son como pequeños Reinos de los Cielos donde está Dios, donde podemos ayudar a ser arbusto y levadura, donde podemos hacer algo de cobijo para otros y crecimiento para los demás, aprendiendo a dar todo.
El Reino de los Cielos comienza en el corazón de cada uno de nosotros ahora, en este momento; no ayer o mañana. ¡Ahora!
Acordate de la letra Y, incluila en tu diccionario. Así como Jesús nos incluyó a todos en su corazón a través de su amor. Porque el amor cobija y el amor hace fermentar la masa-corazón de aquellos que están abiertos al mensaje de amor de Jesús.
Tu familia –ya lo sé– y la mía es chiquita. Tu grupo de oración también. Tu parroquia, tu movimiento, tu amistad: todo es chiquito en comparación con este gran universo. Todo es chiquito como el grano de mostaza. Y la acción que puede tener esta sociedad en nosotros es imperceptible, como la levadura, pero ¿qué importa? ¿Y si probamos hacer crecer cada cosa dando todo sin excluir y cobijando?
Solo hay crecimiento y fermentación cuando se cobija, cuando se incluye a los demás, cuando nos proponemos amar a Dios con todo nuestro corazón, alma y espíritu; confiando en que eso hará que amemos cada día a más personas, a cada persona que Dios nos haga cruzar, de algún modo, por el camino.