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XXIX Lunes durante el año

En aquel tiempo: Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia.»

Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» Después les dijo: «Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas.»

Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha.” Después pensó: “Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida.”

Pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”

Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios.»

Palabra del Señor

Comentario

¡Qué difícil es tener las cosas claras y distintas -como se dice- para darle a cada cosa, por decirlo de alguna manera, lo que corresponde: «Al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios»! Parece tan obvio, parece tan fácil, pero la verdad es que son pocos los cristianos que saben darle a cada cosa su lugar y su tiempo. Tendemos a oponer o tendemos a mezclar. Oponer lo de este mundo a las realidades espirituales, como si fueran de otro mundo, es la tentación a veces más cotidiana y más teñida de aparente bondad. Mezclar las cosas hasta el punto de no saber bien qué es cada cosa y atribuirle a Dios lo que no es de él, o al revés, es la tentación también más tentadora. Esta verdad, que escuchamos en el evangelio de ayer, no se juega solo en una elección presidencial, en cuestiones políticas -como nos pasa a cada uno de nosotros en nuestros países, como algunos nos quieren hacer creer-, sino que se juega en cada decisión.

Una vez, me acuerdo, cuando fui a votar, lo hice en menos de cinco minutos y entonces, al salir del llamado «cuarto oscuro», en tono de risa y medio simbólicamente le dije al presidente de la mesa: «¡Qué milagro, no puedo creer que esto haya sido tan rápido!» Y él me contestó: «Es por los rezos, padre». Me reí y le contesté: «Los rezos en realidad creo que no tienen mucho que ver con esto. Esto es gracias a que las cosas están bien organizadas». Entiendo que usé mal la palabra «milagro» y entiendo que él también me lo dijo en forma simbólica, pero casi sin darme cuenta lo que le quise decir es «al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios». No hay que meter a Dios en cualquier cosa, aunque él está de alguna manera en todo lo que pasa, porque también lo permite. Aunque él está en todo, no hay que atribuirle a Dios lo que en realidad deberíamos hacer nosotros y no hay que atribuirle a los Césares de este mundo lo que en realidad es de Dios. Estos días vamos a ir desgranando este tema, que es bastante complejo.

Algo del Evangelio de hoy nos ayuda a seguir comprendiendo lo de ayer. Vemos que a Jesús hay que hablarle para cosas importantes. No hay que meterlo en lo que en realidad tenemos que resolver nosotros: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» Jesús no está para eso, no está para las mezquindades de este mundo. Él no está para solucionarnos los problemas económicos, de dinero con los demás. Él no está para satisfacer nuestras «avaricias y ambiciones», que nos hacen olvidarnos de lo más importante: «A Dios lo que es de Dios». A veces somos así, acudimos a Dios para que nos solucione problemas mundanos, que en definitiva él nos ayuda a resolver; pero no por un «toque mágico», sino porque con su amor y enseñanzas nos da el criterio para saber decidir nosotros lo mejor. Aun con el riesgo de equivocarnos, nos da esa libertad.

Al contrario, Jesús está para salvarnos de toda avaricia, que finalmente lo único que logra es que nos quedemos hablando con «nosotros mismos»; como el hombre de la parábola de Algo del Evangelio de hoy que termina con la «panza para arriba» pensando que su vida estaba en sus manos, en sus propias manos, que había logrado todo lo necesario y que a partir de ese momento podía empezar a «comer, beber y darse buena vida», o sea, disfrutar olvidándose de los demás, del prójimo. ¿Con quién habló este hombre? Con él mismo, solo con él. ¿En quién pensó? En él mismo. ¿Y Dios? ¿Y los demás? Brillan por su ausencia en la vida del avaro que solo acude a Dios cuando lo necesita para satisfacer un capricho personal. Este hombre evidentemente no supo darle a «Dios lo que era de él», o sea, su corazón entero.

La falta de criterio por no escuchar a Dios nos va atrofiando el corazón y por más que seamos muy buenos, por más que hagamos cosas muy buenas, sin diálogo con Dios, sin nuestros silencios para poder escucharlo, nuestras palabras se van transformando en monólogos, o en diálogo entre yo y yo mismo. Muy aburrido.

¿Conoces esas personas que hablan y se contestan ellas mismas y que hablan con vos pero al mismo tiempo nunca te dejan que les contestes? Son las personas que les encanta hablar y les encanta escucharse a ellas mismas, como el hombre de la parábola de hoy. ¡Puro egoísmo! ¡Qué triste terminar así! ¡Qué triste esas personas que no saben escuchar, que no saben «parar la oreja» para saber qué les pasa a los demás, qué quiere Dios de su vida! ¡Qué insensatos que somos a veces! ¡Qué tontos que somos a veces, qué infantiles! No sabemos si hoy será el último día de nuestra vida y no terminamos de entenderlo. Y por eso vivimos como si nunca fuéramos a morir, y así podemos pasar días y años sin darle a Jesús lo que le corresponde.

Tener claro esto es lo que nos ayuda a que salgamos de nuestro «yo» egoísta y avaro para dejar de acumular sin sentido en este mundo y empezar a abrirnos a los demás. La escucha diaria de la Palabra nos abre siempre los oídos del alma para no dejar nunca de hablar con nuestro Padre; y escuchándolo sepamos decidir lo mejor para nuestras vidas y la vida de los demás, dándole siempre prioridad a él sin dejar de vivir en este mundo, que -dicho sea de paso- también es de él.