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XXVII Viernes durante el año

Habiendo Jesús expulsado un demonio, algunos de entre la muchedumbre decían: «Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios.» Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo.

Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: «Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra. Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque -como ustedes dicen- yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul. Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces. Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes.

Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes.

El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.

Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: “Volveré a mi casa, de donde salí.” Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio.»

Palabra del Señor

Comentario

¿Sabés cuál es el modo de amar a las personas, a nuestros dones y a las cosas? Como ama Dios, como amó Jesús, como nos amó: dando siempre libertad. Algo tan difícil que no se aprende en una universidad, estudiando o leyendo, por palabras, sino simplemente amando y rectificando cada día el rumbo, dejándose moldear por la Palabra de Dios, que es maestra en el amor, que siempre nos reorienta el rumbo cuando lo perdemos. Es así de misteriosa y verdadera la Palabra de nuestro buen Dios que transforma desde adentro, como tantos me lo dicen y como tantas veces yo mismo lo experimenté. Alguien me dijo una vez: «Padre, no sabés, no sabés lo que hace la Palabra de Dios en nosotros». Bueno, me lo dicen muchísimos. «La verdad es que no lo sé y no lo sabré o no lo termino de saber», le dije. Y, por dentro, pienso que tampoco tengo porqué saberlo, porque mientras Dios lo sepa qué importa. Pero me siguió diciendo: «La Palabra de Dios me transformó la vida. Hoy estoy así con mi mujer porque me transformó. Se nos mete hasta la médula cada vez que la escuchamos. Nos peleamos durante quince años. Ahora escuchamos juntos y después de escucharla nos quedamos como “molidos”». ¡Qué maravilla, qué aliento para que todos sigamos adelante, para que no nos desalentemos y siempre miremos para adelante!

¿Sabés cuál es el modo de amar dando libertad? Como una imagen es algo así como tener un pajarito entre las manos. No abras mucho las manos porque se te escapa – aunque a veces habrá que dejarlo volar – y, por otro lado, no lo aprietes mucho porque se va a asfixiar, lo vas a ahogar. Amar sin adueñarse, amar como si nada fuera nuestro, como si todo fuera de Dios -que de hecho lo es-, es el camino que tenemos que tomar, es como tener un pajarito entre las manos.

Por otro lado, Algo del Evangelio de hoy nos enseña una gran verdad que no tenemos que olvidar jamás. Como dice alguien por ahí: «Que no hay que confundir inteligencia con capacidad intelectual y que el pecado original también nos afectó la inteligencia». No hay que olvidarse. Eso quiere decir que no todo lo que nace de nuestros pensamientos es verdad absoluta, como a veces creemos, y que el demonio aprovecha esa debilidad para dividir, para enemistar, para hacernos ver mal donde no lo hay, para impedir que podamos ver el bien donde sí lo hay; imposibilitándonos, con eso, de disfrutar del bien que hay en la vida.

El mal espíritu, entonces, busca que nos aseguremos en nuestras «verdades» y que nos alejemos de los demás por ideas, de nuestros hermanos, que nos distanciemos. Por eso, también, un autor decía: «Las palabras que nacen de la mente son un muro, las que nacen del corazón son un puente». ¿Cuánto de esto hay en nosotros? ¿Cuánto de esto hay en nuestras familias? ¿Cuánto de esto hay en la Iglesia, en nuestro trabajo? ¿De cuántas personas nos hemos alejado por dejarnos llevar por nuestros pensamientos cerrados sin haber abierto el corazón? ¡Cuánta división en este mundo por aferrarnos a razones que consideramos válidas y que nos hacen convencernos de que tenemos siempre la verdad absoluta! En el fondo, nos adueñamos hasta de nuestros propios pensamientos.

No seamos ingenuos. La división siempre procede del mal espíritu y de un corazón que se deja engañar. Pero sabemos que, gracias a Dios, la fuerza del dedo de Dios –como dice el evangelio– es más fuerte. La fuerza del amor de Jesús, que busca ablandarnos el corazón y guiar nuestros pensamientos hacia el bien, es mucho más grande que la sospecha y las suspicacias que el demonio nos quiere sembrar sobre los otros en el corazón.

Por eso, pensemos hoy de qué andamos sospechando, de quién andamos sospechando y sobre qué cosas sospechamos, de que estás muy seguro de lo que pensás y crees que es así, tan verdad, y por ahí no es tan así. No todo lo que pensás es tan así. ¿Cuántas veces nos equivocamos con nuestros juicios? Acerquémonos a ese que nos alejamos por habernos dejado engañar por el padre de la mentira, que es el demonio, como se dejaron engañar algunos de la multitud en la Palabra de hoy.

Acordate que Jesús conoce tus pensamientos y los de los demás. Acordate que «hablando con el corazón se crean puentes» y callando se cavan fosas.

«Señor, no permitas que nos adueñemos de nuestros pensamientos y juicios sobre los otros, sino ayudanos a que descubramos que siempre abriendo el corazón podemos volver a reencontrarnos con los que nos habíamos alejado».