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XXV Domingo durante el año

Jesús dijo a sus discípulos: «Muchos de los primeros serán los últimos, y muchos de los últimos serán los primeros, porque el Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña. Trató con ellos un denario por día y los envío a su viña.

Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros desocupados en la plaza, les dijo: “Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que sea justo”. Y ellos fueron.

Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: “¿Cómo se han quedado todo el día aquí, sin hacer nada?” Ellos les respondieron: “Nadie nos ha contratado”. Entonces les dijo: “Vayan también ustedes a mi viña”.

Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: “Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros”.

Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario. Y al recibirlo, protestaban contra el propietario, diciendo: “Estos últimos trabajaron nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada”.

El propietario respondió a uno de ellos: “Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?”

Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos».

Palabra del Señor

Comentario

Buen día, buen domingo. Espero que empieces, que empecemos, un buen día del Señor. Pensaba en estos días que muchísimas personas, muchísimos cristianos católicos dispersos por el mundo, en donde me incluyo, no terminamos de comprender el valor que tiene el domingo, el día del Señor. Me animo a decir que no siempre es por culpa propia, no es bueno siempre andar echando culpas. También me animo a decir que muchos de los cristianos que van a misa el domingo tampoco terminan de comprenderlo. Y es así, no comprendemos las cosas de un día para el otro. Es un camino, es un proceso. A veces recibimos una gracia que nos abre el corazón de par en par y nos damos cuenta de lo que nos hemos perdido tanto tiempo. Ir a Misa, en sí mismo, no nos asegura el comprender. Nos pone en camino para comprender. No nos asegura valorar y amar lo que significa la celebración del domingo.

Si comprendiéramos el valor de este día, nuestros templos no alcanzarían para tantos corazones deseosos de Jesús. Sin embargo, no es así, esto no sucede. Y, lo que es peor, parece que cada vez hay menos deseos de ir a misa, de celebrar la fe en comunidad, de recibir a Cristo en cuerpo, sangre, alma y divinidad. Hay miles de católicos que se alejaron de la Iglesia por no comprender tantísimas cosas de la Iglesia o incluso por estar enojados con esta gran familia de Dios o con el mismísimo Dios. Pero no vamos hoy a entrar en los miles de pretextos que existen para enojarse con Dios y las variedades de enojos, o sobre quién tiene más o menos culpas. Dijimos que es bueno no echar culpas. Pero sí es bueno reconocer ciertos problemas de la Iglesia, pero personales también, para poder solucionarlos, para poder actuar como personas maduras y no echarle la culpa a los demás de porqué esto no es así o tiene que ser de esta manera o porqué deje de acercarme a Dios y a la Iglesia.

¿Es posible enojarse con Dios? Sí, es posible y hasta incluso te diría que es más normal de lo que pensamos. Esto es lo que les pasó a los trabajadores de la primera hora de Algo del Evangelio de hoy – esos que fueron llamados al principio del día- al ir a recibir su jornal, «creyendo que iban a recibir algo más». Claro, no escucharon el trato. Se creyeron que iban a recibir algo más porque vieron que otros trabajaron menos.

Por un lado, podríamos decir que se olvidaron de lo que habían pactado al empezar el trabajo y, por otro lado, no comprendieron la bondad del propietario que quiso darles a los últimos lo mismo que a ellos, a los primeros. Y es por eso por lo que «protestaban contra el propietario». Protestaban como protestamos con el pobre y buen Dios. Pobre en un sentido, porque nosotros no comprendemos su bondad. Protestaron sin razón, aunque creían tenerla. Protestaron de envidiosos, por no conformarse con lo que tenían. Protestaron porque lo consideraron injusto, olvidándose de que fue justo con ellos, porque les pagó lo que les había prometido. Por eso el propietario respondió a uno de ellos: «Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario?» Protestaron porque sus pensamientos no coincidían con los del propietario. ¿Nosotros protestamos con Dios o le protestamos a Dios? ¿Nosotros le protestamos a Dios? ¿No será que nos pasa lo mismo a veces, porque en el fondo «nuestros pensamientos no son los de Dios», como le dijo Jesús a Pedro? ¿Te acordás?

¡Qué paradoja! ¡Qué paradoja! Dios es bueno con nosotros, con vos y conmigo. Nos llamó a trabajar en su viña, en su Reino, en la Iglesia, ahora, en este momento. Seguramente vos de alguna manera hacés algo por el Reino de Dios y, sin embargo, podemos caer en el error de enojarnos con él cuando él dispone de su amor como quiere. «Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece?» ¿No fue el llamado «buen ladrón» el primero que entró en el Reino de los Cielos? ¿No fue el «buen ladrón» uno de los trabajadores de la última hora y eso nos enoja? Nuestro Padre Dios ama y quiere amar gratuitamente sin medir, quiere la salvación de todos. Como vos, que sos padre y madre, y se te antoja darles a tus hijos más de lo que supuestamente, correcto, lo que «les corresponde». Lo haces. Sin embargo, nosotros nos enojamos cuando lo hace Dios. Si nosotros lo hacemos, ¿por qué no puede hacerlo Dios con sus hijos?

Para terminar, me parece que el dar gracias es la clave. Dar gracias por lo que Dios Padre nos dio. Dar gracias porque es bueno con todos, porque quiere que todos se salven y lleguen al paraíso, porque él quiere darle a todos lo mismo, sea cual fuera la hora en que comiencen a trabajar: al comienzo de sus vidas, a la mitad o al final. No importa. Importa en definitiva el final, hacia donde vamos.

«¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?» nos dice Dios a todos, a vos y a mí. ¿No será que a veces nos quejamos de la bondad de Dios y de la de los demás porque, en el fondo, nosotros somos mezquinos?

Alegrémonos de que Dios sea tan bueno, tan bueno que no podremos entenderlo hasta que no cambiemos el pensamiento. Alegrémonos de que los demás también sean buenos. No midamos tanto el amor. Aprendamos a ser generosos y no tan calculadores. Solo así nos alegraremos de que «los últimos sean los primeros y los primeros sean los últimos». Si, en definitiva, lo importante es pasar la puerta del Reino de Dios.