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XIV Domingo durante el año

Jesús dijo:

Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido.

Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.

Palabra del Señor

Comentario

¿Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra? ¿Te alabo por todo lo que me pasa y vivo y a veces no comprendo? ¿Te alabo Padre, Señor mío y de todos los hombres, por ser lo que sos y no por ser lo que yo pretendo que seas? ¿Te alabo Padre por ocultar la verdadera sabiduría a los que se creen sabios y revelársela a los que en realidad pueden descubrirla por ser humildes? ¿Te alabo Padre por no comprenderte a veces? ¿Te alabo verdaderamente?

Hoy es el día del Señor, del Señor del cielo y de la tierra. Día de la resurrección de Jesús, pero día de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos. No podemos dividir a Dios en partes. Dios es uno, pero es trino. Por eso, es el día del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Todo domingo es día de todo Dios, por decirlo así. Nunca lo olvidemos. No dividamos a nuestro Dios en partes. Es imposible. No dividamos lo que, para nuestro pensamiento, a veces, es imposible unir. Por eso, es día para alabar a Dios Trinidad, de la misma manera que hoy escuchamos alabarlo a Jesús. Jesús alaba al Padre, a su Padre, pero de alguna manera, se “alaba” a sí mismo, se regocija de sí mismo, porque la humildad con la que el Padre lo trata y se le manifiesta a él, lo llena de gozo, a él y a todos los hombres. ¡Qué misterio tan grande!

¿Vos y yo alabamos al Padre, al Señor de todo? ¿Vos te planteaste alguna vez lo que es alabar? No pensemos en cosas raras, estrambóticas. Cada uno debe alabar a Dios como sabe y como puede, y debe ir aprendiendo a alabarlo, porque, en definitiva, somos hijos para alabar a nuestro Dios. Ese es el fin de nuestra vida. Y algún día estaremos cara a cara con él para alabarlo eternamente. ¡Qué poca idea tenemos, a veces, de lo que es alabar!

¿Sabés qué es lo raro en Algo del evangelio de hoy, aunque en realidad casi ni se nota? Lo extraño es que Jesús alaba a su Padre después de haber sufrido un “supuesto fracaso”. Sí, así como escuchás. En el texto de hoy no aparece, pero si lees un poco antes, en el capítulo 11 de Mateo, Jesús venía lamentándose por la falta de fe de los que habían visto tantos milagros y no se convertían. Tenían el corazón duro. La falta de fe de aquellos que supuestamente más fe tenían o decían tener. Toda una paradoja. Eso quiere decir que, en cierto modo, su misión estaba fracasando a los ojos del mundo. A pesar de los milagros, no todos se convertían, es más, incluso lo rechazaban. ¿Qué cosa extraña, ¿no? ¡Qué extraño e inconformista que es el ser humano! Sin embargo, Jesús, a pesar de esto, y gracias a esto, alaba a su Padre. ¡Qué maravilla y qué linda enseñanza para nosotros! Jesús alaba a su Padre ante un fracaso, por lo menos mirándolo de afuera. ¿No será que lo que le pasa a Jesús también nos pasa a nosotros? ¿No será que lo que para nosotros es un fracaso, para Dios Padre no lo es? Por ahí la cuestión es al revés. Es para pensar y rezar. Cuánto para aprender también en la Iglesia de hoy, que, a veces, miramos lo de afuera y los resultados externos y no nos damos cuenta que todo está en sus manos.

¿De qué tenemos miedo? ¿Por qué estamos encerrados todavía? ¿A vos se te ocurrió alguna vez alabar a Dios, después de una frustración, después de un fracaso, después de un pecado, en el medio de una depresión, de una tristeza, de una humillación, durante una tormenta de dificultad, sufriendo algo duro y hondo? ¿Se te ocurrió, alguna vez, decirle a Dios Padre: “Te alabo Padre, Señor de mi vida, de la vida de los míos, por haberte revelado, por haberte dado a conocer en este momento tan particular, en donde jamás lo hubiese pensado? ¿Alguna vez te animaste a decirle a tu Padre del cielo: “Gracias, gracias porque gracias a ese dolor te conocí, porque ante la muerte de esa persona tan querida, que tanto amaba, me hice más pequeño y te encontré más humilde”? ¿No es medio loco y de un Dios bastante distinto a lo que imaginamos, poder decirle alguna vez: “Te alabo, porque al despojarme de lo que tanto amaba y deseaba encontré tu presencia en donde antes era impensado”? ¿Te pasó alguna vez que, hundido en medio del pecado, tirado en ese pozo que vos mismo te armaste por tus actitudes, pudiste gritar y estirar la mano para sentir que te la agarraban y en ese tironeo tan doloroso dijiste: “Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ahí en medio del pecado, del gran vacío, del barro más profundo, me hiciste reconocerte como un verdadero Padre?

¡Qué lindo evangelio el de hoy! ¡Qué lindo para seguir, pero no se puede! Bueno, Jesús hizo eso. Alabó a su Padre por su modo de revelarse, de mostrarse, muy distinto a las pompas de este mundo bastante enamorado de lo supuestamente grande y vistoso. Te alabo por su sencillez, por su humildad, y por eso en la medida que nosotros no sigamos este camino, no aprendamos de su mansedumbre, de su humildad y de su paciencia, seguiremos buscando a Dios de un modo que jamás podremos encontrarlo.

San Agustín decía que tres son las cosas más importantes en nuestra religión y en nuestra vida espiritual: la humildad, la primera; la segunda, la humildad y la tercera, la humildad. ¿Lo entendemos o seguimos en la nuestra, en el caballito de nuestro ego insoportable? Solo me queda decir y que digamos juntos: “Jesús manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo”. Repetilo conmigo: “Jesús manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo”.