Al entrar en Cafarnaún, se acercó a Jesús un centurión, rogándole: «Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente.» Jesús le dijo: «Yo mismo iré a curarlo.»
Pero el centurión respondió: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: “Ve”, él va, y a otro: “Ven”, él viene; y cuando digo a mi sirviente: “Tienes que hacer esto”, él lo hace.»
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: «Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes.» Y Jesús dijo al centurión: «Ve, y que suceda como has creído.» Y el sirviente se curó en ese mismo momento.
Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de este en cama con fiebre. Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirlo.
Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y él, con su palabra, expulsó a los espíritus y curó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: Él tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades.
Palabra del Señor
Comentario
Es verdad, es cierto. En general, pensamos que el miedo nos paraliza, que el miedo no nos deja hacer y ser lo que podemos hacer y ser, lo que en realidad somos, pero, a veces, está opacado por nuestras debilidades y pecados. Por la cultura de un mundo que nos quiere ahogar y nos quiere imponer su pensamiento. Al mundo le encanta hablar de libertad, hasta que empezás a ser libre y a decir lo que pensás o a hacer lo que Jesús nos enseña, lo que el Padre nos ordena. Da tanto miedo hoy hablar de que el Padre nos puede decir cómo tenemos que vivir, que el Padre Dios es en realidad el único que puede guiarnos en el camino, que esta palabra se usa poco. Se usa poco la palabra “debemos”, “tenemos”, “debemos obedecer”, “tenemos que ser fieles a la voluntad de Dios”. Incluso en tantos cristianos que nos hemos dormido, nos hemos apoltronado en una fe media con pereza, una fe tibia, una fe que no enciende a nadie. ¿Qué nos pasa, a veces, a los católicos que andamos callados por este mundo con miedo a decir lo que Jesús mismo vino a decir?
Es verdad, dijimos, el miedo nos paraliza, pero también, como dije de algún modo ayer, también es verdad que el miedo se disfraza de otros personajes. A veces el miedo está encubierto en esas personas que se creen que se llevan todo por delante. Personas que, incluso, nos avasallan con su manera de ser y pensar. A veces también nos imponen con poder sus pensamientos, pero ¡cuidado! esas personas, que también podemos ser vos y yo, también son temerosas. Tienen tanto temor a perder poder que lo quieren imponer. Tienen tanto temor a perder fama que hacen todo y tantas cosas para mantener un buen nombre, que muchas veces es falso. Y así de muchas maneras. Nosotros, los cristianos, también siempre corremos el peligro de vivir temerosos. Pero Jesús nos vino a quitar el miedo. “No teman…No teman a los que matan el cuerpo, sino que teman a los que matan el alma”. “No temas, Hijo mío. No temas a hablar en mi nombre, porque yo pondré palabras en tu boca que jamás vas a imaginar. No temas a enfrentar incluso, a veces, a los poderes de este mundo, que nos quieren imponer su manera de pensar y, al mismo tiempo, nos hablan de libertad.
Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy. Podríamos decir que, en esta escena, en realidad un conjunto de escenas, Jesús se la pasó curando, se la pasó sanando: primero, a ese sirviente que estaba enfermo de parálisis y sufría terriblemente; después, a la suegra de Pedro y, finalmente, al atardecer, también, a muchos endemoniados. Jesús sanó, curó y expulsó demonios, lo mismo que quiere seguir haciendo en este día en tu corazón y el mío. Porque vos y yo, también, a veces, estamos enfermos y sufrimos terriblemente. Sufrimos las consecuencias de nuestras debilidades, sufrimos las consecuencias de la falta de amor y un mundo que no sabe amar, hosco de amor, a veces, austero de amor. No quiere abrir su corazón de par en par y, bueno, tenemos que aceptar que nosotros también estamos en este mundo. Somos víctimas y también hacemos sufrir a los otros por nuestra falta de amor.
Pero quería quedarme hoy con la figura de este centurión, este hombre pagano. Pongámonos en contexto: este centurión era un soldado romano, por lo tanto, no era del pueblo de Israel, no era de aquellos que se llenaban la boca diciendo que tenían fe en el único Dios verdadero, en el Dios del pueblo de Israel, en aquel Dios que los había salvado y que enviaría un Mesías. Nada que ver. Sin embargo, Jesús lo elogia a él. Lo elogia a ese hombre que seguramente todos pensaban que no tenía fe… “no he encontrado en Israel a nadie que tenga tanta fe”. “No soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará”.
¡Cuánto para aprender! Cuánto para aprender de este hombre sin fe para los ojos de los hombres, pero lleno de fe para los ojos de Jesús, para el corazón de Jesús que sabe ver donde nadie ve. Nunca juzguemos. Nunca juzguemos la fe de los demás. Nunca nos creamos tan seguros como para decir que tenemos fe. Señor danos la gracia de sentirnos necesitados para que puedas tomar nuestras debilidades y cargarlas como quisiste cargar las debilidades y pecados de toda la humanidad. Señor, yo tampoco soy digno de que entres en mi casa, pero basta una palabra para que puedas sanarme.